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Una torta es una torta es una torta

* Inspirados hace 50 años en las típicas tortas ahogadas, los “lonches Gemma” se han convertido en un platillo tradicional de Guadalajara

Por Pedro Luis de Aguinaga

A todos nos sucede de cuando en cuando que de pronto, un aroma, un sabor, un paisaje, algún detalle aparentemente insignificante, genera algún vívido recuerdo. ¡No voy a citar a Proust para que mi prosa no desmerezca tanto!
Hace algunos años, recién llegado a Tepic, Nayarit, caminando una noche por las calles del Centro, al pasar por una casa, de pronto me sentí transportado a otra época, una por cierto, muy feliz. En medio de la sorpresa, no supe por qué sino hasta que pasaron unos segundos: olía a pierna de cerdo al horno mezclada con perfume de jazmines, una combinación –pensarán algunos- ciertamente inusual, mas no para mí: ¡Olía a casa de mi tía Emma!
Una sensación de calidez me llenó, como siempre que la recuerdo a ella y a esa época.
Tenía yo quince años recién cumplidos: 1965. Había llegado a Guadalajara días antes de mi cumpleaños, para estudiar Preparatoria en el colegio marista que quedaba a unas diez cuadras de casa de la tía Emma, con quien me habían repetido desde pequeño, viviría en esa ciudad de donde la familia era originaria.
La tía Emma Benítez de Alvarez era una de las primas hermanas maternas más queridas de mi papá. Una mujer bajita y bella, de facciones delicadas e intensa mirada de ojos azules, era hija de una de las hermanas de mi abuela, Emma del Collado de Benítez. Así pues, en mi familia eran “la tía Emma Grande” y “la tía Emma Chica” y ambas gozaban de un gran prestigio local como estupendas cocineras, tanto que la tía Emma Grande había escrito un libro en el que recopilaba o daba sus versiones de recetas favoritas que todas las buenas familias tapatías parecían tener y usar. Las dos habían estudiado cocina en el extranjero y la autora había hecho algo que en esa época no se estilaba en ese tipo de libros: sugería, sin esnobismos, el uso de los pocos productos enlatados que existían en el mercado, algo ciertamente innovador y que intentaba hacer más fácil la cocina en una época en la que muchas mujeres no disponían todavía de los aparatos modernos como licuadoras, batidoras y ollas a presión: leche evaporada o condensada, jamón, gelatinas, salsa inglesa, pimientos morrones como chiles jalapeños o chícharos, a veces indicados simplemente como “una latita de…” o “un paquetito” porque solamente había un tamaño del producto.
El libro está perdido, al menos en mi familia, y tampoco ha sido re-editado que yo sepa, pero algunas de las recetas han sobrevivido tanto en el recuerdo como la práctica. En casa de mi mamá como de mi hermana Rosa, la “vinagreta de la tía Emma” es la que más se utiliza (en realidad es la típica vinagreta estilo francés con perejil y huevo duro picado).
La tía Emma Chica había sido educada como todas las señoritas linajudas de su época, así que cuando por un descalabro económico tuvo que trabajar, no dudó en hacer lo que era experta y con su marido, el tío Guillermo Alvarez, haciendo corta la historia, abrió una cafetería que se convertiría en uno de los más exitosos lugares de su época: Gemma. La G por el tío, el Emma obviamente por la tía.
Situado en una de las colonias más bonitas de Guadalajara, sobre la avenida Lafayette (hoy Chapultepec) era una cafetería –“merendero” se estila decirles a este tipo de lugares en Guadalajara– con estupenda cocina donde el amplio menú ofrecía deliciosos platillos del desayuno a la cena, en el que no podían faltar las hamburguesas, ice-cream sodas, bananas splits y malteadas, que en esa época no era común encontrar, sino que también se podía degustar de una receta que mi tía Emma Chica había creado, inspirada en las tradicionales “tortas ahogadas”, la especialidad de la casa: los lonches Gemma.
Hoy, poco más de cincuenta años después de haber sido creados, los lonches Gemma forman parte de la cultura gastronómica tapatía como otros de sus famosos antojitos tradicionales. Una variante de la típica torta ahogada pero, para algunos, aún más buena. Mientras que la torta ahogada tradicional se sirve caliente o a temperatura ambiente, en birote salado previamente untado con frijoles y actualmente casi siempre con carnitas (en mi época era más usual la pierna) se baña –se “ahoga”– con salsa ligera de jitomate con un toque vinagre y de mejorana o bien de chiles secos, acompañada de cebolla desflemada, los lonches de Gemma parten de la misma idea con un resultado –y sabor- muy diferente y más complejo.
Es interesante notar que es a partir del estado de Jalisco y hacia el noroeste del país donde la palabra lonche se utiliza más frecuentemente para referirse a lo que en la mayoría del país es simplemente una torta. Al parecer, ya desde los años 30 mucha gente utilizaba el término que inicialmente designaba un refrigerio al medio día, como el que los niños acostumbraban llevar a la escuela en su “ponchera” y que dado que la mayoría llevaba torta, se transformó en “lonche”. Lunch, lonche. Voilá.
Así pues, los lonches de Gemma son invariablemente calientes y se hacen con un pan parecido al birote, llamado Fleiman, que sin embargo, es más suave; relleno con pierna horneada con sus respectivas especias, se baña con una sabrosa salsa de jitomate ligeramente espesa y especiada que se adorna con una generosa porción de mayonesa casera. Pero… ¡qué pan! ¡Qué pierna! ¡Qué salsa! ¡Qué mayonesa!
El éxito llevaría a mí tía, ya viuda, junto con mi primo Guillermo –quien se acababa de graduar como arquitecto–, a inaugurar a principios de los años sesenta lo que sería si no el primero (no estoy seguro de ello), sí el más exitoso drive-in tapatío, con amplio estacionamiento rodeado de árboles y áreas jardinadas alrededor de una fuente y un restorán y cocina con todas las características modernas que aunado a los ya famosos lonches, durante muchos años se convirtió en sitio de reunión del tout Guadalajara: Gemma López Mateos. Mi tía disfrutaba el éxito con una actitud sumamente modesta cuando poquísimas mujeres en la ciudad habían logrado un éxito empresarial similar.
Gemma ha sobrevivido a los años, adaptándose a las circunstancias y aunque los restoranes originales han desaparecido, ahora hay franquicias en muchas partes de la ciudad e inclusive en otros estados, aunque al adaptarse al nuevo concepto se redujo su menú, en el que han reducido entre otras cosas, casi toda la repostería, pastelería y helados que también se confeccionaban en casa.
Y por “casa” me refiero, efectivamente, a la casa de mi tía, donde al fondo del jardín trasero había una amplia cocina en donde se hacían desde la pierna al horno y salsas, a deliciosos pasteles, flanes y pastas secas que todavía recuerdo con deleite.
El primer mes engordé seis kilos.
La casa tenía un staff muy entrenado y gentilísimo. Lola, la nana de mi tía Emma Chica, era ya tan viejita que solamente contestaba el teléfono y le eran encomendadas tareas que la hicieran sentir útil mientras que Julia, una mujer fuerte de cálida sonrisa en la que parecían sobrar dientes, era la cocinera de la casa. Everarda, una mujer delgada y muy bajita, por su parte, era la encargada de la cocina que preparaba algunos de los productos destinados a los restoranes. A los demás no los recuerdo, pero sí particularmente a Julia y Everarda, quienes siguiendo las instrucciones de las tías, me mimaban igual o más que en mi propia casa y por ejemplo, en el desayuno tradicional de huevos con jamón, frijoles y jugo de naranja o toronja recién exprimido, por ejemplo, se añadía un estupendo chocolate recién hecho, cuyo cacao se había tostado y molido allí mismo, con el fabuloso pan regional bañado de mantequilla y por si fuera poco, miel de colmena. Ah, pero ¡qué pan! ¡Pero qué mantequilla! ¡Pero qué miel! ¡Pero qué chocolate! La calidad de los productos como la sazón era excepcional.
Y si bien por las costumbres de la casa yo desayunaba solo, muy temprano, todos comíamos juntos al medio día: la tía Emma Grande, una distinguida señora muy delgada de cabello completamente blanco, mi tía Emma Chica –a quien siempre llevaban un platito con chile verde serrano fresco picado para aderezar sus platos—y mi prima Emma, “Pichi”, la más joven y mi contemporánea, quien por supuesto, también era muy bonita, con la piel siempre bronceada y un par de preciosos ojos color azul rey que me tenían impresionado. Mis otros primos, Guillermo y Margarita –de enormes ojos azules- estaban recién casados y con frecuencia nos visitaban con sus respectivas familias.
Ahí, pues, disfruté de una cocina excepcional, pero he de advertir que no comíamos ni taquitos, ni pozole, ni  nada de lo que con las décadas posteriores se ha venido identificando a la comida jalisciense como mexicana en general (ese tipo de platillos eran populares como merienda fuera de la casa). En esa época, como Zarela hizo notar recientemente en su nota, en esta misma página, sobre el Instituto Social, la comida en las casas elegantes distaba mucho de lo que ahora se asocia con comida mexicana, tal como lo describe el investigador Jeffrey Pilcher en su fascinante libro “¡Que vivan los tamales!” (University of New Mexico Press, en inglés; “Vivan los Tamales”, en español, en edición de la Reina Roja y Conaculta).
Así pues, como era de esperarse, se comía de maravilla en casa de las tías, versiones de platillos de herencia española y francesa así como algunos de comida internacional o continental que llevaban a mí tía Emma Chica a la mesa, en platones de los que ella nos servía.
El primer día descubrí no sólo que en esa casa se comía estupendamente bien sino que las tres queridas Emmas comían, diría mi papá, como pajaritos. El segundo día, muy cortésmente, también comí las pequeñas porciones servidas pero al tercero me llené de valor y como el pequeño Oliver Twist de Dickens, le pedí a mi tía si podía repetir nuevamente. Aún recuerdo su mirada enternecida y una gran sonrisa; desde ese día, lo que me servía era fácilmente más del doble que lo que ellas solían comer y por supuesto, platillos extraordinarios como la charlotte ruse, crepas rellenas de jamón, filete a la maitre d´ hotel o vichyssoise, ahí eran platos de todos los días. Y cuando había pollo, mi tía Emma Grande demandaba: “¡A mí, la rabadilla!”
En las tardes, después del colegio, visitaba a Everarda y observaba cómo cocinaba, siguiendo al pie de la letra las recetas de las tías, las cosas destinadas a los restoranes, mientras me platicaba sin parar anécdotas familiares desconocidas para mí, mientras yo descubría cómo se hacían aquellas delicias. Mientras que en casa de mis papás nos estaba prohibido entrar a la cocina, aquí me embelesaba viendo, un poco como Sor Juana –distancias medidas, ¡muy medidas!- cómo el aceite y huevos se transformaban en mayonesa, cómo se tostaba el cacao y cuándo estaban en su punto aquellas fragantes y doradas piernas de cerdo. Como niño chiquito, limpiaba con el dedo las cazuelas donde habían sido preparados dulce de leche, merengues o flanes mientras, glotón, ¡esperaba la cena!
Otras veces me sentaba a leer en la terraza que daba al jardín posterior, en donde al centro había un árbol de arrayán, que por supuesto aprovechaba cuando daba sus frutos. En las balaustradas se asoleaban, con frecuencia, dulces de membrillo –los más buenos que he comido en mi vida- que se hacían con frutas obsequiadas por otra de mis tías, Inés Pérez-Rubio de Sandoval, que llevaba de su rancho y que una vez convertidos en jalea, se ponían a secar al sol hasta que se formaba una gruesa y crujiente capa azucarada. El jazmín perfumaba al atardecer y los aromas de comida se mezclaban en aquella combinación que nunca olvidaría.
Al marcharme al Tecnológico de Monterrey, en Monterrey, me llevé también un cúmulo de recuerdos que hoy por hoy continúan tan frescos como entonces y de los que nunca imaginé, en esa época, escribiría tan íntimamente 45 años después, ni que la creación de mi tía Emma resultaría ser el último platillo de la cocina regional jaliscience que se convertiría en parte de la gastronomía típica tradicional, que ahora se pelea los gustos de generaciones más jóvenes acostumbradas al sushi, hamburguesas o pizzas.
Considerando eso, tal vez ya es tiempo de que mi tía (como sus antepasados, el creador del primer puente colgante en el país –el ingeniero Salvador del Collado Jasso- o el benefactor Dionisio Rodríguez) tenga una calle con su nombre, aunque su herencia de cualquier modo continúe viva en las tantas versiones que de su creación se hacen en todas partes, como la de la mismísima Zarela, quien en sus fiestas a veces ofrece lonches estilo Gemma en miniatura ante los cuales mi tía seguramente sonreiría, condescendiente, viendo a famosas celebridades neoyorquinas como Geoffrey Beene, Pauline Trigere, Sylvia Miles, Milton y Shirley Glaser, Craig Claiborne y tantos más entre los que recuerdo, disfrutar de la más famosa de sus creaciones.

pedroluisdeaguinaga@yahoo.com